Mujeres por La Paz: Nicaragua.

“La crueldad también viste faldas”, artículo publicado en El País.

Gioconda Belli

GIOCONDA BELLI30 DIC 2021

-Como mujer feminista que soy, suelo imaginar que el mundo estaría mejor si lo administráramos las mujeres. El rol biológico suele equiparnos con una capacidad instalada para la empatía y la conciliación, una conciencia del otro necesaria para la supervivencia de la especie. Y, sin embargo, sería equivocado pensar que las mujeres somos incapaces de la impiedad. Que los cuentos de hadas hablen de Maléficas, Cruelas, las hermanastras odiosas de Cenicienta, la Úrsula perversa de La Sirenita, la despótica Reina de Corazones, no se debe tan solo a los prejuicios masculinos de sus autores. La historia moderna nos ha dado a la Dama de Hierro, indiferente a la lenta muerte de prisioneros irlandeses empeñados en una huelga de hambre, o mujeres cómplices de tiranos, como el caso de Elena Ceacescu. En mi propio país, Nicaragua, ha sido una mujer, Rosario Murillo consagrada vicepresidenta por su marido, Daniel Ortega, la que regentó los actos de violencia contra pacíficos manifestantes que derivaron en el levantamiento popular de abril de 2018. La maquinaria de guerra para sofocarlo dejó más de 300 cadáveres sobre las barricadas.

Desde el fin de la tiranía somocista en 1979, no se había visto en Nicaragua una desfachatez como la actual para diseñar una legalidad a la medida de las necesidades de una dictadura; leyes para cobijar la represión y defenderla con leguleyadas. Pero si eso le hubiera dado a Maquiavelo material para escribir otro manual para tiranos, lo más retorcido que estamos viviendo últimamente es el ser testigos de tratos inusualmente crueles contra los destacados líderes, candidatos electorales y mujeres dirigentes que fueron apresados antes de las recientes eleccionesgenerales de noviembre. Las cuatro mujeres dirigentes del Movimiento Renovador Sandinista (rebautizado Unamos, en 2020), el partido disidente de la senda autoritaria que Ortega le imprimió al FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional), y por lo que muchos lo abandonamos, son ahora chivos expiatorios. Este mes: Dora María Téllez, Ana Margarita Vijil, Suyen Barahona y Támara Dávila cumplen seis meses, seis meses de estar incomunicadas: encerradas solas en celdas mínimas, desnutridas, sin acceso a un libro, a leer o escribir, durmiendo en celdas frías sobre colchonetas plásticas, sin que se les permita a los familiares llevarles una cobija. Támara y Suyen tienen una niña de cinco años y un niño de cuatro, respectivamente. No se les ha admitido verlos en las escasas visitas familiares —permitidas apenas tras 90 días de encierro— Las madres no han podido siquiera hablarles por teléfono.

¿Intercede por ellas Rosario Murillo, que posa beatífica con hijos y nietos? ¿O es ella misma la autora de esta venganza? Porque no cabe otra palabra más que venganza para calificar el caso de estas mujeres apresadas por su militancia política. Dora María Téllez es nada menos que la icónica guerrillera que liberó la ciudad donde Ortega y Murillo lograron aterrizar días antes del triunfo de la Revolución provenientes de Costa Rica.

Maltratados, desnutridos, aunque no incomunicados, se encuentran en el mismo penal 36 personas más. Hombres y mujeres destacados, empresarios, campesinos, héroes sandinistas, antiguos embajadores. Hay dos que, por su edad, debían estar al menos bajo arresto domiciliario: Francisco Aguirre de 77 años, excanciller, y Edgard Parrales de 80, exembajador de la Revolución ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Ellos y los demás no tienen acceso legal a sus abogados; el enrevesado juicio contra algunos gira sobre los proyectos de dos ONG súbitamente criminalizadas. A otros se les acusa por opiniones y declaraciones designadas como traición a la patria. Se dice que serán juzgados, pero los juicios se han postergado indefinidamente.

En diarias alocuciones a mediodía, Murillo acusa a quien se le ocurre —ya vimos el caso de Sergio Ramírez— de incitar al odio. Ella, en tanto, predica el amor y reza a un Dios a su imagen y semejanza, mientras llama diabólicos a los sacerdotes católicos. Ortega, por su lado, considera que seguirá siendo revolucionario mientras —para felicidad del pequeño Stalin que aún vive en ciertos corazones— acuse al imperialismo yanki del rechazo popular contra sus abusos. Tras esa mampara justifica múltiples violaciones a los derechos humanos y una suma de 160 presos políticos que sufren maltratos propios de un Gulag.

Aquella dicha lejana de la reconciliación

Adolfo Suárez y los componentes del Gobierno de UCD posan tras la aprobación de la Constitución en 1978.MARISA FLÓREZ

(Reproducción de los párrafos fundamentales del artículo art. Manuel Vicent publicado en El País el 4/12/2021)

Después de los años de dictadura, el 22 de julio de 1977 se abrieron las puertas del Congreso en la Carrera de San Jerónimo de Madrid y entraron por primera vez los diputados y senadores elegidos democráticamente en las elecciones de 15 de junio para desarrollar la Ley de la Reforma Política. Muchas horas antes del acto las calles de alrededor fueron tomadas por las fuerzas de seguridad, que además de las metralletas que llevaban en brazos tenían a su disposición unas cajas de madera con la estampilla de Santa Bárbara surtidas con botes de humo y balas de goma. El miedo era entonces una moneda corriente, de modo que el número de guardias triplicaba al menos al de los padres de la patria.

A las doce en punto aparecieron los Reyes bajo el dosel del estrado en el hemiciclo. Don Juan Carlos lucía el uniforme de gala de capitán general y un bronceado de regata; Doña Sofía, vestida como una figura femenina de Watteau, tenía ya el rostro muy macerado por la música de Bach. Diputados y senadores, todos muy encorbatados en trajes oscuros de domingo, se pusieron en pie e hicieron sonar los aplausos de rigor, expectantes, todos salvo los socialistas, quienes, para marcar territorio, optaron por permanecer con las manos en los bolsillos. Solo aplaudieron al final del discurso real. Queda hoy muy lejos aquel estado de gracia que envolvía como un aura al Monarca, rubio, alto, simpático, a quien de forma gratuita se le asignó el mérito de haber traído la democracia, pese a haber sido el pueblo el que la había conquistado muy arduamente. Queda hoy muy lejos aquella alegría por la victoria de la libertad.

Someter a aquellos fotógrafos que iban de safari por el hemiciclo hasta inmovilizarlos en una tribuna y que el Congreso recuperara la dignidad institucional no fue una tarea fácil. No tenía ningún sentido el humor sarcástico, las burlas satíricas, algunas muy sangrantes, contra el Parlamento, en un momento en que la democracia mostraba una suprema debilidad y se movía entre el paquete de medidas que hacían aflorar a duras penas toda la miseria de la dictadura y los paquetes de goma del terrorismo de ETA. La risa también podía ser otra forma de terrorismo. Adolfo Suárez era tomado por los franquistas y también por los socialistas como un aventurero, un impostor, un traidor, un analfabeto, un tahúr, insultos parecidos a los que hoy se oyen desde la bancada de la derecha contra el presidente del Gobierno.

La Reforma Política había embarrancado, aquella gresca no tenía salida. Adolfo Suárez estaba una mañana de pie en la barra del bar del Congreso ante una tortilla francesa y un café cortado y, de pronto, como si se le acabara de ocurrir, ante el camarero que le atendía y unos periodistas que tenía al lado, exclamó: “¡Hay que hacer una Constitución!”. Estaba apuntando la primavera y las acacias empezaban a florecer y para entonces, con los Pactos de la Moncloa, se produjo el milagro del consenso, hoy tan denostado, y todas las fuerzas políticas de uno y otro bando comenzaron a empujar en la misma dirección para sacar la carreta del charco hasta llegar, después de un azaroso trayecto de 15 meses, al 27 de diciembre de 1978 para que el rey Juan Carlos sancionara el texto constitucional en el palacio del Congreso. De eso hace 43 años. Aquella mañana lluviosa el Rey, sin ningún matiz oscuro, se puso al frente de esta empresa democrática y se declaró el primer comprometido en que la soberanía fuera devuelta a los ciudadanos. Fue un tiempo lleno de sangre, dudas y miedo, y también de dicha, en que los españoles apostamos por no volvernos a matar. Hoy pocos jóvenes valoran lo que costó.

Pero después de tantos años hoy el rey Juan Carlos, escarnecido por supuestas irregularidades fiscales, ha buscado refugio en un país árabe donde no se cumplen las mínimas reglas de la democracia y en el Congreso vuelven cada día los insultos y la bronca de antaño para recobrar la alta consideración de circo. Quedan muy lejos aquellos tiempos en que el sueño de la reconciliación nacional se creía posible en medio del jardín de los derechos humanos que simbolizaba la Carta Magna. Pero ¿qué significa hoy la Constitución? Para muchos españoles solo es un puente, que lejos de unir las dos orillas irreconciliables de la memoria, solo sirve para irse de vacaciones a Benidorm.

Manuel Vicent

Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario ‘Madrid’ y las revistas ‘Hermano Lobo’ y ‘Triunfo’. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.